El canto de la celebración

 

Ana Isabel Alvea Sánchez.- Dice José Mateos: “Si a la tarde de nuestra vida fuéramos examinados de amor, todos seríamos culpables de traición o indiferencia”,  pero no así Jesús Cotta, quien canta la vida con alegría y celebración ("Yo soy de los alegres", dice en un verso), cuando los poetas somos mayormente tristes y melancólicos; sin embargo, él agradece todo el amor recibido de su familia, una infancia feliz, el descubrimiento y goce del amor de pareja, la belleza del planeta y de la vida. Dorada su visión del mundo, dorada, cálida y dichosa, sin eludir por ello las inevitables aristas.
 

El catedrático de Literatura Española Rogelio Reyes, en su brillante reseña publicada en la Tribuna Abierta del ABC, lo vincula a una visión humanista de la poesía, a la concepción del poeta judío cordobés Juan Alfonso de Baena, autor del siglo XV, para quien la poesía era “una gracia infusa del Señor Dios”, un don gratuito que otorga lucidez interior al poeta en una especie de humanismo que le induce al canto y al goce de lo creado. Y gracia es un vocablo asiduo en este libro. Coincide con Elena Marqués, quien en su lúcido artículo publicado en Culturamas lo consideró un humanista.
 

El título Digno del barro puede referirse a la dignidad del ser humano, a la dignidad de ser creado por Dios con barro; sentirse digno y merecerlo; igualmente, el barro es una materia que se puede moldear y una materia humilde,  elogiándose de este modo también a la sencillez. Subyace, como un río subterráneo debajo de sus versos, la fe. Una ética cristiana desciende de las montañas de los cuestionamientos para ofrecerle agua en un camino que, como todos, se recorre también en días de niebla. De ahí que se interrogue por la razón de sus actos. Siente una necesidad de espiritualidad y trascendencia frente a la muerte y la nada, que no se satisface con las soluciones modernas de hoy en día: yoga, meditación, manuales de autoayuda… Encontramos poemas en los que reflexiona sobre la muerte y una posible vida eterna, reafirmándose en la existencia de Dios, en versos de cierta angustia existencial. Esta creencia le ilumina el mundo, le acentúa la conciencia de sus actos –los remordimientos por pegar de niño a un amigo, que lamentablemente falleció de meningitis, cierto sentido de culpa–, pero igual le impulsa e incita a la fraternidad, a no olvidarse de los más necesitados; en este sentido, resulta conmovedor y entusiasta el poema del niño que presta su paraguas a pesar de arreciar la lluvia, "La gravedad y la gracia". Por supuesto, esta ética no es exclusiva de los creyentes, sino patrimonio de todo el que actúe conforme a unos valores.


A pesar de todo lo comentado, como he indicado al principio, el poeta no elude la otra cara de la vida y de nosotros mismos, el mirlo negro que llega para picotearle las entrañas, el temor al vacío y a la muerte; el dolor y la tristeza se asoman levemente a sus versos, pero sucumben ante el tañido de las campanas, música que lo resucita a la hermosura y alegría de la vida.


La musicalidad está muy presente en su poesía y el respeto a la tradición literaria y a la métrica, predominando la rima asonante, cuando usa la silva o el romance, y la consonante de los sonetos, entre otras estrofas. Su formación clásica también florece en poemas como "Tópicos literarios", "Oda sáfica del agua" o "¡Ah de la metafísica!", sin pretender que el culturalismo eclipse las vivencias en las que se apoya su poesía.


Adquieren a veces sus poemas un tono mítico, que podría parecernos realismo mágico, pero más que magia, creo que el autor quiere destacar el asombro, lo milagroso y bello de la vida. Enaltece en la claridad de su verso los elementos de la naturaleza como símbolos, a semejanza de los poetas románticos: las estrellas que susurran un misterio que quiere el autor descifrar y escribir; la luna y su ensoñación; el territorio de la noche, donde alma y cuerpo se unen en su anhelo; el mar, ese gran festín de vida; los pájaros y su celebración: «tapadme ese foso / tan negro cantando», dice en el poema "No puedo escribir"; los árboles serán símbolo de altura, hondura, anhelo de descanso; el alborotador viento; el agua, adolescente novia de transparentes piernas. En poemas como Agua, nos muestra su ingenio en ocurrentes metáforas. Decía Pedro Salinas que las metáforas eran un acto poético puro, una forma nueva de percepción poética, otro modo de ver el mundo.


Los temas que hallamos son universales: el paso del tiempo, recuerdos de la infancia, el amor de la familia y radiantes poemas amorosos  -alguno de temor por la pérdida de la amada, el vacío que sufriría sin ella-,  las reflexiones sobre la existencia de Dios, la muerte y la nada o su fe, que lo sustenta, y un canto emocionado, su himno a la vida. Se plantea igualmente las razones por las que escribe: el poeta es conciencia de lo que existe, espanta las tinieblas con su canto, eco del verso más alto, porque la poesía puede salvar, sencillamente. Termina el libro de un modo entrañable y tierno con una serie de poemas a personas queridas: su ahijado, su hermana Antonia, su madre. 


Si las estrellas, y todo lo natural en su conjunto, le revelan el misterio del mundo y su belleza, él nos lo canta a nosotros, contagiándonos su emoción y vitalismo; nos despierta y hace ver que lo bello también está, lo majestuoso del planeta y de la poesía. Y el amor en nosotros, cómo podemos cuidar bien a los demás. Nos advierte del raudo paso del tiempo, y si vienen las sombras a oscurecer este paisaje y a hacerlo vulnerable, su fe enciende una antorcha con la que ilumina el horizonte y lo ilumina. Su poesía nos alienta a sentir la vida llenos de amor y que los días transcurran en agradecimiento, pensando qué podemos hacer para embellecerlo también nosotros, y cuando llegue la muerte no tengamos las manos vacías.


Jesús Cotta, Digno del barro. Renacimiento, Sevilla, 2021, 80 págs.