revistaRótula: Juan Ramón Barat

Juan Ramón Barat (Valencia, 1959) obtuvo la licenciatura en Filología Clásica por la Universidad de Valencia y la de Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (Tenerife). Es catedrático de Lengua Castellana y Literatura y ejerce la profesión docente. Como escritor, cultiva todos los géneros literarios, tanto para jóvenes como para adultos, y en todos ellos ha cosechado importantes premios y reconocimientos. Como poeta ha publicado, entre otros, los libros El héroe absurdo (Madrid, 2005, Editorial Hiperión), Confesiones de un saurio (Alicante, 2005, Editorial Aguaclara), Mapa cifrado (Valencia, 2007, Carena Editors) o La brújula ciega (Valencia, 2010, Pre-Textos). Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía José Agustín Goytisolo (2001), el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja (2002), el Premio Internacional de Poesía Ateneo Jovellanos de Gijón (2003), el Premio Internacional de Poesía Leonor de Soria (2003) y el Premio Nacional de Poesía Blas de Otero (2006).

LA LLAMA AZUL DEL TIEMPO

Silencio amordazado de silencio
bajo la fría noche sin estrellas.
Arde el fuego, crepita
la llama azul del tiempo
mientras leo La Ilíada
y sueño con un mundo
habitado por dioses y por héroes.

Canta, oh musa, la cólera de Aquiles.

Cierro el libro de Homero.
Y los párpados.
Pero siguen sonando sus hexámetros
dactílicos allá en mi corazón.
Oigo gritos de gente a la que no conozco,
alaridos, espadas que entrechocan
sus filos, el piafar de los caballos,
olifantes, tambores,
el llanto desolado de las madres.

Con los ojos cerrados
escucho la plegaria de los muertos.
La maldición de los supervivientes.

El S.O.S. desesperado de la Historia.

LA HIGUERA

La vieja higuera crece
en el patio trasero de la casa.
Sus ramas son tan grandes
que parecen los brazos de un coloso
sosteniendo la luz de las estrellas.
Tiene un olor dulcísimo
y una expresión pacífica.
Todavía la miro
con los ojos del niño que jugaba
debajo de su sombra
y buscaba los más raros insectos
trepando por su tronco.
Muchas veces recuerdo aquel columpio
que fabricó mi padre
con una cuerda de trenzado cáñamo.
También recuerdo aquella
muchacha de ojos verdes y aquel beso
furtivo con sabor a fresa y ortodoncia.
Después de tantos años,
aún hay en su copa
un continuo trasiego de bulliciosos pájaros.
Alguna vez, vencido
por la paz misteriosa que desprenden
la soledad profunda y la quietud
de ese lugar sombrío,
un extraño deseo me posee,
un deseo que apenas alcanzo a comprender.
En silencio me abrazo
al retorcido tronco centenario
y permanezco inmóvil
durante mucho tiempo.
No sé por qué lo hago, ni tampoco
quién soy en ese instante.
Tampoco sé por qué
me invaden de repente
unas absurdas ganas de llorar.

UNA INTERINA LUZ

A menudo te asalta la sospecha
de que tan solo eres
accidental depositario
de una luz que el destino
ha puesto por error entre tus manos.
Y mientras se consume,
sin que apenas lo adviertas,
la llama de lo insólito,
alrededor de ti
se condensa la noche
con su fría cutícula envolvente.

Contemplas en silencio el firmamento.
Con la mirada trazas el perímetro
de tu infinita pequeñez.

Cuando cae la noche,
en tus manos vacías barre el viento
la invisible ceniza
de lo que solo fue
una interina luz.

Ardida sombra.