Refutando la fugacidad: Las voces del mirlo


José Luis Trullo.- Cada día -como lector, como editor y también como eventual reseñista- me intereso menos por lo que dicen los poetas en sus poemas que por el lugar desde donde lo dicen, por su ubicación personal en cuanto sujetos líricos y por la prueba de vida que ello supone. Esta, como es obvio, es una elección personal que no pretendo imponer a nadie, pero que es conveniente advertir para no engañar al lector, ni tampoco al autor del poemario en cuestión.

Viene esto a cuento por la magnífica impresión que me ha causado la lectura de Las voces del Mirlo, de Julia Bellido, la cual proviene de una profunda e inmediata simpatía por el modo en que se ejecuta la inserción de la autora en el mundo y respecto a los grandes polos de la existencia: el tiempo, la memoria, la naturaleza, la relación con los padres, con los hijos, con los amigos, la percepción del sentido de las cosas... en fin, todos esos ejes recurrentes en la poesía de todos los tiempos pero que, en el caso de Bellido, cristaliza -como no puede ser de otro modo- en un tiempo y un espacio únicos: el suyo, y de nadie más.

¿Cuál es esa ubicación desde la cual nos habla Bellido? Creo intuir que se trata de un espacio plenamente asumido tras un largo periplo de despojamiento (del cual apenas quedan algunos vestigios, enunciados en sordina, en el poema titulado "Soltando amarras") tras el cual, al fin, la autora ha accedido a un espacio desde donde captar, de manera si se quiere huidiza, atisbos de una plenitud que no por efímera resulta menos densa y gratificante. En una estampa playera, por ejemplo, o tras una refrescante lluvia, o circulando en coche por entre los campos, parece comparecer una verdad "clara y luminosa" que, a despecho de su apariencia transitoria, "vive en nuestros ojos para siempre".

Esta vivencia del tiempo fecundado por la verdad se me antoja especialmente necesaria en una época como la nuestra, en la cual se diría que las personas han abdicado de su misión de redimir (o incluso refutar) la fugacidad para acceder a una perspectiva más honda de su propia existencia, en la cual el presente y el pasado conviven de un modo pacífico y al fin reconciliado. Desde esta perspectiva, a la autora le resulta perfectamente asumible compartir con el lector que, al contemplar una foto de su madre ya fallecida, ella está ahí, plena todavía: "Y que nadie me hable de la muerte". Esta afirmación, lejos de sorprendernos, resulta plenamente congruente para el espíritu iluminado por una visión más pura de las cosas, para la cual la muerte no es una devastación que arrasa con todo, sino un estado larvario que coexiste con los vivos y que forma parte de nuestra forma de estar en el mundo. Yo comparto esta concepción apaciguada de la dialéctica de la vida y de la muerte, lo admito.

Trazando una poética continuidad entre las epifanías que plasma cada uno de los bellos poemas de este bello libro, la comparecencia del mirlo (un pájaro que también mereció la atención poética de Miguel Veyrat) permite barruntar que se trata del alado heraldo de una revelación intermitente: la de que "aquello que nos vio / y eligió quedarse" no nos abandona, forma parte de nuestro modo único de estar en el mundo, de nuestra personal ubicación, y que sólo con un ejercicio depurado de la atención podemos captar ese "milagro imparable de la vida" que nos tiene, nos contiene y nos retiene, íntimamente agradecidos por estar en el mundo. Y es que, frente al "¡Nunca más!" de otro ave de negro plumaje (el cuervo infausto), el mirlo parece susurrarnos al oído: "Ayer, ahora y siempre..."






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