
Uno de los procedimientos que mejor maneja Rosario Troncoso es el que la eleva a partir de un acontecimiento, de una anécdota para trascender sin recurrir a la elipsis de las acciones, la grandilocuencia de las filosofías o la abstracción de los conceptos (que son los ángeles fríos de Sylvia Plath): “Es difícil asumir que detrás / de estas paredes / se deshacen los pájaros” (Estorninos). La introspección que utiliza está convertida en objeto, encarnada en las sensaciones físicas concretas, casi dolorosas. No nos debe extrañar que dedique un poema, Efecto contagio, a la cobertura –o falta de cobertura– de la prensa de los suicidios, para no seguir el ejemplo de Woolf, Storni, Plath o Pizarnik.
Continúa, como leit motiv de la poesía de Rosario Troncoso, la ausencia: “Y cuántas veces / soportaré tu muerte. / Tus muchas muertes” (Déjà vu); “Olfateo tus pistas. /Te busco entre la gente” (Instinto); “Todo es más simple: / Quería que volvieras. / Morir contigo” (Plegaria), “Hoy te he visto en una fotografía. / Con esa chica se te ve feliz. // No pasa nada: / me gusta que te amen y que ames tú. / Asumo haber perdido. / No hay rastro en mí de melancolía. /…/ Ay, Dios. / No aprendí nada en estos años. / Detestas las mentiras. / Perdóname” (Que ames tú).
Paisajes tras los que se esconde la desolación y el omnipresente mar, la orilla, el océano frente a la casa, lo cotidiano, trasunto del delirio y lo desconocido frente a la batalla diaria y los desafíos conocidos. Sin embargo, como en las todas las entregas anteriores, nunca la rendición o la derrota, siempre aparecen asideros de certezas: “No se sueñan los fracasos, no se aman. / No arden sin pausa veinte años” (Negación). Es el paso del tiempo uno de los motivos temáticos para las ausencias, el tiempo: “El pasado viene a mi cama / algunas noches, / y se tumba a mi lado. // Rozo su mano. Cambio de postura. / Y a pesar del frío, finjo dormir. / A veces intuyo sus ojos. / Parece que me mira. / Pero está muerto” (Visión).
Podemos apreciar, sin duda, la sombra de Sylvia Plath, de Alejandra Pizarnik (Refugio) y, en un ámbito más cercano en el espacio, de José Luis Morante (“No había olvidado esa sensación de absoluta consciencia de su cuerpo entero: desde el nacimiento del cabello hasta los dedos de los pies lo sentía, desde dentro /…/ Quiso dejarse morir con esa tranquilidad de las estatuas: la pasión bajo la piedra”, La tranquilidad de las estatuas, o “Brillar un solo día / previo al invierno. / Borrosa juventud”, La niña de las fotos). Este es un claro ejemplo de esa depuración: ser un haiku, pero no por su consecución silábica, sino por su procedimiento poético y filosófico.
El desengaño es otro de los temas recurrentes, “No hay así, nunca, posible lucidez que sirva. / Y se anuda un lastre a los tobillos, / inabarcable como el mundo” (Sordidez). Posee, además, la valentía para afrontar el dolor de los otros, como en la devastadora descripción en Tardes de visita: “esos que con prisa y desmemoria traen nieve / en los zapatos / y acallan la conciencia / con un perfume / o cajas de pañuelos”; o la conciencia del desastre de las decisiones colectivas: “Por matar la mala hierba / hay quienes incendian una bandera, / o a sus hijos o la casa del hermano” (Vocación).
Pero no pierde, y por eso finaliza el poemario con una dulce nana para su hija, la ternura y la sensibilidad que traspasa la piel de quien escribe y de quienes leemos: “Helena nunca quiere dormir sola. / Acaricio sus manos / y entonces todo calla de repente” (Helena).
Rosario Troncoso, Los ángeles fríos. Calambur, Madrid, 2019. 80 págs.
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