José Manuel Benítez Ariza.- Cuando en 2000 José Mateos dio a la imprenta su tercer libro de poemas, Canciones, hizo algo más que ensayar una variación en su obra que supuso toda una novedad en la poesía de entonces. Con la publicación de un libro entero de “canciones” en versos de arte menor, que en parte traducían preocupaciones ya expresadas en sus libros anteriores, Mateos parecía dar a entender, no sólo que exploraba un camino relativamente poco transitado, sino también que advertía en la poesía de su tiempo, e incluso hasta cierto punto en la que él mismo había cultivado hasta entonces, una cierta insuficiencia, no sólo temática, sino incluso formal: el verso blanco imparisílabo, vehículo habitual de la poesía de muchos autores de entonces y de hoy, podía ser apropiado para el tipo de poema entre descriptivo y meditativo, de tono conversacional, que entonces predominaba, pero resultaba quizá demasiado ampuloso, demasiado “civil”, para una poesía que quería ir más allá en la formulación de las grandes preguntas y afirmar con modestia, pero con claridad y sin impostadas afectaciones de descreimiento e ironía, unas pocas verdades esenciales sobre las que construir un modo de encarar la realidad que fuera, no sólo válido literariamente, sino vitalmente útil, tanto para el propio poeta como para sus lectores.
Desde entonces, y con alguna que otra reconsideración del otro tipo de poesía al que aludíamos, la obra de José Mateos ha avanzado en esa dirección: un creciente despojamiento, un repliegue hacia la música elemental y delicada de las formas tradicionales, un tácito rechazo del registro argumentativo. Al final del camino, como señala en el primer texto de su libro más reciente, Un sí menor, está la aspiración, ahora abiertamente declarada, a “escribir poemas / sin el dogal riguroso / de los poemas bien hechos”, en pos de la expresión, no de la clase de formulaciones que suele encontrarse en un texto poético convencional, sino del “silencio / de donde nace el poema”.
No es verosímil que José Mateos ignore los peligros a los que puede abocar la obediencia ciega a ese programa: por un lado, están los modales de la llamada “poesía del silencio”, con su forzada parquedad, sus énfasis tipográficos y sus solemnes apelaciones al vacío; por otra, la posibilidad de una poesía que, de puro sencilla, resulte incluso pueril. Hay poemas en Un sí menor que, sin caer en estos extremos, sí parecen señalarlos: el bellísimo romancillo “Cometa en Trafalgar”, por ejemplo, no disonaría en cualquier colección de poesía para niños: “También, como tú, / a veces quisiera / ser sólo en el aire / un trozo de tela (...)”; mientras que la sobria declaración que se contiene en el llamado “Principio” recuerda de algún modo el tono —muy denostado por la promoción poética a la que pertenece Mateos— de la mencionada “poesía del silencio”: “Palabra / que me pronuncias desde antes / de mis palabras, // todo se hará silencio / si consigo nombrarte”.
Tales son, decíamos, los posibles límites de la indagación poética en la que José Mateos lleva avanzando casi dos décadas. Entre uno y otro, los poemas de Un sí menor aciertan a formular preguntas trascendentes sobre la muerte, el valor y razón del sufrimiento, el misterio de la vida tal como se presenta diariamente ante los ojos del observador en forma de pequeñas epifanías, etcétera; y lo hacen, no desde grandes despliegues argumentativos, sino desde la contención más absoluta, la sencillez extrema en la expresión y una sensibilidad tan agudizada que le basta nombrar para evocar lo que en otros tipos de poesía requeriría prolijas descripciones o argumentaciones. Véase, como ejemplo extremo de este procedimiento, “Lagartija de pared”: “Del color del muro viejo. / A él te acercas lentamente / y, quieta, / desapareces”. Al lector desprevenido quizá le haga falta una cierta familiaridad con el mundo poético de José Mateos para saber que este delicado y levísimo apunte trata de algunas de las cuestiones centrales de las que se ocupa su obra: la levedad del ser, vista desde la perspectiva de una naturaleza que, en sus pequeños prodigios, parece sugerir caminos para que el hombre atento aprenda a “desaparecer” —es decir, a desprenderse de la carga que supone el ego, las vanidades y ambiciones, etcétera— por mera aceptación de la sencilla realidad que le depara esas milagrosas y casi siempre inadvertidas revelaciones.
Captarlas es función del poeta. Y por ello, no debe sorprender que quien, en la primera página de su libro, declaraba su desinterés hacia los artificios poéticos en general, en otro poema afirme: “Qué triste no ser poeta”, puesto que es el poeta quien podría “salvar” con la palabra todas esas mínimas revelaciones. No hay contradicción entre una cosa y otra: el poeta que apenas apunta el milagro de la lagartija confundida en el muro es capaz también, en los poemas más complejos y extensos del libro, tales como el titulado “Madrid, 2018”, de valerse de nuevo, desde su reconquistada sencillez, del modo argumentativo y sus correspondientes procedimientos retóricos: en el mencionado poema madrileño, que se sitúa en un viaje en metro, el poeta establece la circunstancia, formula su cuestión —”de repente, / me asombra que yo sea / un hombre entre otros hombres, / una más de esas hojas / con las que el viento juega”— y busca en sí mismo y en su experiencia adquirida “el acorde / triunfal de la alegría” y el amor “que nutre / —desde no sé qué origen— / en fondo de la vida”. Triunfante afirmación, no sólo del amor y de la alegría, sino también de la capacidad de la poesía para plantear cuestiones como ésta desde la plena posesión de sus recursos.
Mencionábamos al principio, también, la “utilidad” que a sí misma se asigna esta clase de poesía. En la tercera sección del libro que nos ocupa, Mateos se refiere a la experiencia de asistir al declive físico y mental de una persona querida y al duro cuestionamiento que tanto sufrimiento hace del exiguo cupo de asideros vitales al que se referían los poemas anteriores. De nuevo, la exigencia de levedad expresiva debe ceder a la necesidad de ofrecer detallados e incluso penosos pormenores —véase esta descripción de una residencia de ancianos: “En este gran pudridero / en el que el mundo amontona / a aquellos que el mundo teme...”— para situar al lector ante las circunstancias concretas de la experiencia de la que se quiere hablar; pero también, de nuevo, una vez creada esa corriente por la que unos poemas nutren a otros y les ahorran reiteraciones innecesarias, la sección se cierra con poemas breves y lacónicos de una enorme efectividad, como el titulado “12/18” (una fecha, suponemos), en el que, tras una breve recopilación, en apenas cuatro versos —esta vez, excepcionalmente, endecasílabos— del catálogo de miserias al que se han referido los poemas precedentes, el poeta se reafirma: “No insistas, corazón, / inútilmente: // nunca / maldeciré la vida”.
Tales son algunos de los modos del espléndido libro en el que culmina, de momento, una indagación poética que quiere ir más allá o quedarse más acá de la poesía más convencional, pero que recurre sin rebozo a toda la sabiduría poética de la que es capaz un autor maduro para definir el tono y alcance de sus poemas. Desde esa sabiduría ocasionalmente disimulada, los de José Mateos convencen y emocionan, e incluso cabría decir que asombran, desde su trabajada levedad. Cuando publicó Canciones, hace veinte años, casi parecía que ya no iba a poder ir mucho más lejos en esa difícil dirección. Los libros que han venido después, y muy destacadamente este último, desmienten sin embargo esa conclusión apresurada y convierten a su autor en uno de los poetas más singulares y personales de su tiempo. También, quizá, en uno de los pocos verdaderamente necesarios.
J. Mateos, Un sí menor. Pre-Textos, Sevilla, 2019. 71 págs.
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