Ander Mayora.- De vez en cuando, hacemos caso de las recomendaciones que encontramos aquí y allá en internet. Y, sorpresivamente, acertamos y quedamos conmocionados. Es lo que le ha sucedido al autor de estas líneas con los poemas de un poeta no demasiado nombrado, pero que es, sin duda alguna, un poeta verdadero. Casi diría que un poeta esencial. Mario Míguez. El dolor, la muerte, las vicisitudes vitales y, sobre todo, el amor son los motivos que mueven con su resorte límpido los versos de sus poemas. Al mencionar el amor, parece que estuviésemos aludiendo a un elemento más de su poesía, cuando en realidad es el amor el que sostiene a toda ella, como la piel de la que están hechos la vida, la muerte y, en su frente, el pálpito final de la trascendencia. Él, Mario, sigue vivo en sus poemas.
Los poemas seleccionados pertenecen a El cazador (Pre-Textos, 2008).
FORJA
Son golpes silenciosos: nada se oye.
Uno es la incomprensión, otro el desprecio,
otro la humillación, otro el maltrato,
repetidos con ritmos desiguales.
Mi sufrimiento se ha hecho incandescente.
Cómo siento el martillo, y cómo vibra
este yunque, la dura soledad,
y duelen las tenazas del Herrero.
E ignoro cuál habrá de ser mi forma...
EL CAZADOR
No era yo el cazador
aunque entraba en los bosques interiores
que creía ser míos,
altivo y orgulloso.
vanamente, seguro.
No era yo el cazador,
aunque quise atraparte como al ciervo o la liebre
cuando huyen por los sotos. o en el aire a la garza.
Así, grácil y rápido,
te mostrabas de súbito un instante
brevísimo, dejando tu belleza,
tu sorpresa fugaz,
al ojo fascinado, al corazón
inquieto de aventura.
No era yo el cazador.
Fue un error cada intento.
Perdí todas mis flechas y mis fuerzas.
Jamás me fue posible
saber tus escondrijos o guaridas.
Y cómo me engañaba así buscándote.
Eras tú el cazador,
paciente, cauto,
oculto desde siempre,
y yo la presa esquiva que acechabas.
Eras tú el cazador:
porque fuiste el arquero transformado en saeta
que llevaste el veneno de la vida
de un disparo infalible a mi costado;
porque fuiste el montero transformado en lebrel
que clavaste los dientes en mi carne, sanándola;
porque fuiste el cetrero transformado en halcón
que me hincaste las garras en los ojos
para darme los tuyos,
y que en mi corazón hundiste el pico
haciendo que sangrara,
vaciándome de sangre para darme la tuya.
Eras tú el cazador:
el Señor de los bosques.
Tú que siempre eres pobre y desnudo y hambriento
me estabas vigilando a mí, tu presa,
con ojos invisibles
desde toda mi vida
y morías herido de amor entre el ramaje.
JONÁS
¿Por qué si nada espero del futura
arrojo hacia él mis versos tercamente?
Yo lo ignoro. No sé cómo no hacerlo.
Pues juro que de haber sido posible
siempre hubiese evitado el escribirlos.
De eso es testigo Dios. Él sabe cómo
a solas y en silencio, cuando surgen
de improviso palabras que me buscan
y yo intento olvidarlas, la memoria
me muestra la figura asustadiza
de Jonás que se aleja, pobre inútil,
negándose, ridículo, a ir a Nínive.
"Trabaja pues", me digo, "tú ¿qué sabes?"
Dolorosa e ingrata por extremo,
acepto ciegamente la obediencia
que exigen los poemas: darlo todo
sin poder reservar para mí nada;
lo demás de mi vida se hace nulo.
Qué difícil dar forma a su misterio,
cómo eligen su tema y me sorprenden:
yo, que soy frustración y desaliento,
dejo en ellos un fondo de esperanza,
y la alegría pone por encima de mí
y de mi miseria mis palabras.
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