Jesús Cotta.- He terminado de leer estas memorias del poeta Pedro Sevilla, bendecidas de sinceridad, emoción y transparencia. Lo que cuenta y el modo de contarlo llegan al corazón y a la razón. He tocado con su lectura un poco la gracia y el amor que sostiene el mundo, porque no hay ni un solo momento en todo el libro, ni siquiera cuando se cuenta lo peor que le puede pasar a alguien, en que no haya una mirada amable sobre todas las cosas y todas las personas: la simpatía de las vecinas, del cura, la ternura incondicional de Josefa, los poetas, etc.
Porque es un libro sobre el amor: el amor del que uno ha nacido y para el que ha nacido, el amor que es lo más grande a lo que uno puede dedicarse. El autor mismo parece describirnos los altibajos de la vida que lo han ido abriendo a esa vocación luminosa que consiste en vivir para amar, como tan bien describieron nuestros místicos: “que ya solo en amar es mi ejercicio”.
Este libro no es una novela ni un diario, sino una confesión y, a la vez, un rescate: el autor nos abre la puerta de su casa y de su corazón y su vida en esas páginas para rescatar, entre otras cosas, la figura tierna y sencilla de su madre, cuyos recuerdos le está robando una enfermedad terrible. Como decía Maiakovski, recurrimos a la poesía para resolver esos problemas que no tienen solución.
Siempre he pensado que la poesía es la manera más elegante de desnudarse. En estas confesiones Pedro Sevilla da la sensación de desnudarse desde luego no para exhibirse sino con la libertad de los niños, bajo la luz directa de unas vidrieras catedralicias, como en sus Confesiones el genial san Agustín, que fue el fundador del género.
La poesía, como Dios y el amor, nos salva del olvido y de la muerte. Y ese alto cometido ilumina este libro desde la primera palabra hasta su final.
Pedro Sevilla cuenta lo delicado, pero sin cursilería, y las cosas de siempre, pero sin tópicos, y sus reflexiones más profundas, pero sin filosoferías ni rebuscamientos. Y habla de sí mismo sin autoindulgencia, sin narcisismo, pero empleando la misma mirada agradable que proyecta sobre todas las demás cosas.
Su don, como en su poesía, es sorprender desde la naturalidad, o sea, ofrecer algo nuevo y personal, pero con las palabras de todos y desde los sentimientos de siempre. Su prosa es diáfana, porque cuenta cosas sencillas, pero cada cosa aparece revestida de cierta luz.
Siempre me ha sobrecogido la indiferencia del mundo ante la muerte de lo más importante del mundo: una persona. Con razón mi padre, cuando lloraba de niño en el funeral de su madre, no entendía que a unos metros de él un hombre se estuviera riendo con no sé qué cosas. Teniendo en cuenta que el amor es lo más grande del cosmos y que la muerte de una persona que ha amado tanto es un acontecimiento más importante que el nacimiento o la muerte de cien mil millones de estrellas, ¿qué puede hacer el poeta sino ponerse a salvar del olvido y de la oscuridad con las mejores palabras lo que nada en el universo entero sino él solo puede y sabe hacer?
Qué bien lo expresa Pedro Sevilla en estas líneas, con las que recomiendo encarecidamente su lectura:
El sol, la luna, las estrellas, el río, no saben que mi madre ha muerto y siguen con sus brillos y sus matemáticas, con sus aguas abajo. Solo cuando los miro o los evoco, se ponen tristes.
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RÓTULA es una revista de poesía
donde publicamos composiciones escritas tanto por autores
con una amplia trayectoria literaria
como por nuevas plumas de equipaje más ligero.
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