Noche y día



José María Jurado.- La grandeza fundacional en el ámbito español de un poema como Espacio de Juan Ramón Jiménez, que siempre ha figurado en la lista de los libros preferidos de nuestros jóvenes poetas, y la pertinaz gravitación sobre nuestra poesía de obras como los Cuartetos de Eliot o las elegías rilkeanas, han conferido un prestigio singular al poema-libro o poema-río. Un ejemplo cercano y significativo -y bastante emulado entre los poetas recientes- fue La canción en blanco con que Álvaro García se hizo con el premio Loewe en 2011. Se trata de construir un gran “canto continuo” en que el fluir poético permita, con sus puntos álgidos y los necesarios valles que establece la preceptiva eliotiana, la inclusión de un discurso generalmente metafísico, sobre el cauce del verso y de la imagen.

A esta ambiciosa forma, cuya sola ejecución sinfónica ya implica un modo de comprender la poesía, pertenece El beso de buenas noches, un intenso diálogo que Daniel Cotta establece con la amada, la muerte, las sombras y la vida más allá de la muerte -o del sueño-, a la hora en que el corazón cotidianamente se serena con el beso de amor que sella la luz del día.

     Y ahora que te has muerto y que te sabes
     metralla despedida de una estrella,
     estás anocheciendo.
     Te has tomado una copa de tristeza
     y te has salido dentro
     a verte anochecer.

No quisiera dejar de invocar en este punto uno de los más ilustres precedentes (1949) que ha tenido el poema extenso en español como es La casa encendida de Luis Rosales, porque comparte con el libro de Daniel un mismo decir espiritual y un mismo anhelo de trascendencia cristiana. La búsqueda infatigable que alcanza la calma al contemplar la luz encendida de la casa, arranca aquí en el lecho, cuando el beso separa la vida de los cónyuges, cuando se apaga la luz:

     Ves el sol
     tender sus rayos con el solemne amor de un Crucificado
     que se ha ido muriendo en cada casa,
     que ha llamado a las puertas,
     a los interruptores de la luz,
     a los televisores

Escrito como un conjunto de poemas breves -cabría decir mejor, suspendidos- que mantienen el aliento sobre los recursos del encabalgamiento de ideas y de temas, bien aprendida la lección de los maestros citados, hay en la forma de dirigirse a su interlocutora principal, una velada cercanía al modo en que Muñoz Rojas, otro poeta con el que Daniel Cotta comparte inquietudes espirituales, se dirigía a la Rosa de “Los cantos a Rosa”. Por más que aquí el nombre de la receptora quede velado, salvo en la dedicatoria. Y es que no es obligatorio suponer que estas inquisiciones se dirigen (o no siempre) a la amada en exclusividad, sino a todas las figuras que pueden convocar las sombras cuando el día cede el paso a la noche, entre ellas y principalmente el propio yo del poeta invocado en el “tú” cernudiano, pero veamos un ejemplo de lo primero:

     Como aquel jueves en que la noche echó a volar
     y se dejó olvidado el beso entre tus labios.
     ¿Recuerdas? Era invierno, hacía magia...
     Tú te habías traído de la calle
     un retal de diciembre a la medida de tu frío,
     y yo te acurrucaba.
     Callábamos los dos, la luna no.
     La noche aleteó con fervor de milagro.

Podemos leer cada uno de estos poemas, de estos meandros que forman el poema mayor, como una pequeña noche de otras mil y una noche minúsculas En cada uno de ellos hay siempre un asombro: riqueza del lenguaje, de la idea o la pregunta retórica, asombro del que hay que destacar principalmente la bella ejecución, casi lapidaria, de alguno de sus versos, en sí mismos poemas y en no pocas ocasiones vestidos de imágenes audaces: "Yo dicto testamento cada noche"... "Quiero dormirme dentro de tu mente", "ser tu invencible ataque al corazón", "existo conectado por un respirador a las raíces de la tierra", "Es algo que, en la escala Richter del desgarro, / se encuentra más allá de toda cifra"...

Salta y vuela el poema en creciente intensidad romántica y cromática (Novalis y sus Himnos a la noche), nos zarandea y lleva por su corriente de incertidumbre y asideros hasta el más saturado espiritual de las sombras:

     Y ahora que me he muerto y he perdido
     los trozos de la estrella que ayer fui,
     ahora que no hay más atardeceres,
     …

     ahora que no late el corazón,
     ahora que el sol sale a mis espaldas,
     ahora que este ser hecho de lágrimas
     se queda sin mujer, sin hijos, sin sí mismo,

Concluye el poeta hasta arribar a la luz, la luz de la aurora que es el beso, que es la amada, que es el punto original de una pregunta que no se responde claramente porque acaso la respuesta es la propia pregunta con su beso.

Merece la pena arrojar nuestra canoa en este río de corrientes luminosas que es este beso del día y de la noche.

Daniel Cotta, El beso de buenas noches. Renacimiento, Sevilla, 70 págs.






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