Las razones del viaje




Elena Marqués.- No hace mucho disfruté, en otra colección del proyecto editorial Cypress Cultura, de Infancia es lugar, sustancioso repertorio de aforismos, fragmentos y reflexiones de distinto formato y difícil clasificación del pintor y poeta vasco Juan Manuel Uría. De aquel libro destaqué, en reseña publicada en Culturamas, la definición de esa etapa en la vida del hombre no tanto como hito temporal ni como espacio palpable, según anuncia el título, sino como «forma de estar en el mundo», como «territorio de la posibilidad».

El viaje al pasado no deja de ser un asomo vertiginoso a uno mismo, como todos los demás. La aventura de emprender cualquier periplo, de trasladarse a lugares ajenos; el enfrentamiento sorpresivo a calles y paisajes; el recorrido por ciudades transitadas y conocidas y, quizás por ello, repletas de nostalgia (o de amor, o de dolor, o de dolor enamorado), nos recuerdan, como recapitula Eduardo del Pino en su ópera prima, que «Todos hemos perdido un paraíso».

Quizás una de las pocas formas de recuperarlo, ese paraíso que a veces puede ser también un infierno (pero no aquí, ya lo adelanto), es dejando nuestras señales, nuestros mapas, negro sobre blanco para que nos trasciendan. Para que esos itinerarios móviles en que ahora más que nunca se ha convertido nuestra existencia; esa impaciente contemporaneidad que bien puede quedar representada en las dos composiciones que, como una figuración poderosa e inmutable del tiempo cíclico, abren y cierran el volumen («Google Maps», «Google Maps 2.0»), se fijen, se anclen en el sencillo muelle de la poesía como logra hacer el autor de este Roma y otros destinos con profunda y respetuosa elegancia.

Desde luego, que la ciudad del Tíber sea lugar destacado por un latinista que mantiene un blog en la lengua de Virgilio no puede resultar extraño. Como centro del mundo durante siglos, la Ciudad Eterna ha dado lugar a refranes («todos los caminos conducen a Roma», «Roma, a cuerdos y locos doma»), a acérrimos enamoramientos («Roma no está en Roma; está toda entera donde yo estoy», reconocía Corneille); ha inspirado novelas y películas, desde Yo, Claudio a La gran belleza. Y, sobre todo, nos ha hecho experimentar el sentido amplio de Patria, de una idea y una memoria que nos pertenecen, pues de su cultura, de su lengua, de sus costumbres, de su derecho, de su inagotable manantial bebemos, y al recorrer sus plazas y escuchar el borboteo de sus fuentes experimentamos la clara emoción de que ya hemos estado allí antes, que de allí venimos y allí retornamos. Que Roma es siempre un viaje de regreso.

Algo así refleja Eduardo del Pino en esta pequeña obra, estructurada en tres secciones que avanzan desde los espacios evocados de la infancia («Cercedilla», con su llegada en tren y la mágica toponimia del recuerdo; «Brañavieja» y una íntima reflexión sobre el tiempo, grave asunto que nos acompañará como leitmotiv), pasando por la parte que da nombre al libro y que, con centro en la capital italiana, pero alargando sus brazos hacia Liverpool o Wirral, nos enfrenta a «aquel beso que el Tíber se llevó» (o, lo que es lo mismo, a la inestabilidad de la memoria, a la imposibilidad de recuperar «en Roma a Roma»), hasta concluir de nuevo en el entorno familiar («Mi madre», «La butaca») con un deje de innata tristeza, los ojos bien abiertos a la percepción significativa de lo minúsculo (léase el pequeño, y a la vez tan grande, poema «Quién pudiera») y la gratitud de la costumbre que lo lleva a dejarnos versos tan hermosos como los que siguen: 
 
«Un tiempo debe haber sin ningún tiempo, 
un lugar sin ningún sitio marcado, 
donde las cosas bellas 
se muestren por sí mismas 
y todos las admiren».

Llama poderosamente la atención esa aparente distancia poética que, sin embargo, no nos despega del vívido sentimiento que expresa en cada composición. Casi que no encontramos una voz en primera persona del singular, sino una segunda que nos apela (léase «Carpintero de ribera», léase «Nocturno»), una tercera que mira desde fuera al niño que fue (léanse «Afilador en fin de año», «Noche de Reyes»), una primera persona del plural que nos lleva de la mano («Y acudimos por eso a Google Maps»).

Por supuesto, conociendo la profesión de quien escribe Roma y otros destinos, uno no puede dejar de hallar o de respirar cierto tono clásico, tanto en imágenes y metáforas («las dos manzanas de oro», por ejemplo, del poema «Nadadora») como en fórmulas métricas, con ese ritmo endecasilábico y esa proliferación de finales conformados por dos versos siempre brillantes (dejan sin aliento los que ponen fin al poema «Pompeya»: «y no nos damos cuenta de tanta paradoja: / nada rellenará nuestro vacío» que pone fin a) que recuerdan a los dísticos elegíacos.

Posiblemente sean esa sencillez y distinción clásicas, esa proporción y armonía entre la tradición y el yo poético, siempre contenido, lo que convierten esta obra en una pequeña pieza llamada a conservarse y leerse durante mucho tiempo con la seguridad de que apelará entonces a las mismas fibras que a los ojos del hoy. Porque la buena poesía, y esta lo es, solo procura y sueña la inmortalidad.
 

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P O E T A S
 


L E C T U R A S
E N   V Í D E O

José Julio Cabanillas
Juan Lamillar
María Sanz
Víctor Jiménez


A R T Í C U L O S

La poesía a la luz
de la neurociencia


R O T U L A R I O

María Victoria Atencia
Andrés Neumann
José María Millares Sall
Antonio Gamoneda
José Luis Parra
Chantal Maillard
Clara Janés
Ida Vitale
Eloy Sánchez Rosillo
Julia Uceda
José Corredor-Mateos
Francisco Pino
Hugo Mugica


C U E S T I O N A R I O 
R Ó T U L A

José Mateos
Victoria León
Raquel Vázquez
José María Jurado
Antonio Rivero Taravillo
José Manuel Benítez Ariza


A L V E O L A R I O

Daniel García Florindo
María Álvarez Rosario
Gregorio Dávila
Juana Castro
Isabel Martín Salinas
Jorge Díaz Martínez
Iván Onia
Juan Cuevas
Isaben de Rueda


Editor
José Luis Trullo

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Obra original de Susana Benet